Subió como todos los días el peldaño del autobús, cambiando unas pocas monedas por el billete que le dejaría descansar tres cuartos de hora más antes de empezar a trabajar. La elección del asiento no era una tarea complicada, puesto que subía siempre en la primera parada y tenía completa libertad en ese aspecto, siempre y cuando no se le colara una molesta señora malcarada como las que abundaban en ese tipo de transportes. Para su suerte, hoy era el primero en subir, y se sentía dichoso.
Se sentó al lado de la ventana, en la parte derecha, al fondo pero sin llegar al final del todo, pues ya era conocedor de los mejores sitios a esas horas de la mañana. Quizá demasiado tiempo viviendo en la rutina. Pero nunca reparaba en ese aspecto. Se sentía bien.
Una vez colocado, mientras se repartía a su alrededor el resto de gente, echó un vistazo al exterior. Empezaba a salir el Sol, y prometía ser una mañana calurosa como ninguna. Suerte que del aire acondicionado que empezó a resoplar potente cuando el autobús se puso en marcha. Se acomodó sacando un libro sobre Psicología de las Masas, una interesante edición que había encontrado en una tienda de segunda mano por no más de 75 céntimos, una vieja ganga. Sumido ya en la lectura del primer cuarto de hora, a pesar de tener la cara helada por el aire acondicionado que atacaba desde arriba, empezó a sentir un incómodo calor. Miró discretamente a los demás pasajeros en busca de un indicio de empatía, algún abanico zumbando junto a alguna señora de tamaño considerable, unas gotas en la frente de algún empresario bien formal. Pero nada. Un par de universitarias sumidas en sus móviles de última generación, un señor alto y con bigote toqueteando muy serio la tecnología de su tablet, una señora con la mirada perdida junto a su hija en silencio y atenta a los auriculares de su reproductor. Allí todo el mundo parecía contentarse con la infernal temperatura del autobús, así que disimuladamente, a pesar de la dificultad de movimiento, consiguió quitarse la chaqueta del traje para enfrascarse de nuevo en la lectura. La tarea se le iba haciendo cada vez más imposible, pues el sudor ya le resbalaba por la frente y de nuevo observó a los presentes inmóviles y ausentes, llegando a un comportamiento robótico.
Confuso, notó de repente que el calor provenía de algún lugar cercano a su pierna derecha, de la pared del autobús, bajo la ventana. Inspeccionó con cuidado el lugar dándose cuenta del fallo. Allí, a lo largo de toda la pared, se extendía un aparato metálico de calefacción que habría jurado que estaba encendido y desprendiendo los mismísimos vapores del averno. ¡Todo solucionado! — Pensó. Pero tal y como iba haciéndose la idea de avisar al conductor de su error, esperaba que humano, la inseguridad se abría paso en su cerebro. ¿Cómo es que nadie parecía darse cuenta del calor? No era el único que llevaba traje, el señor con bigote continuaba con la chaqueta puesta. ¿Nadie se había cambiado de sitio incómodo? A su parecer todo el mundo había permanecido impasible sin mover un solo dedo. ¿Y si sólo eran imaginaciones suyas? Era imposible que de todas las personas de aquél autobús, tan cercanas la mayoría a las paredes calefactoras, solamente él se hubiera dado cuenta o molestado un mínimo por aquella tortura.
Mientras leía unas pocas palabras de su libro sin prestar mucha atención al significado, se fue convenciendo poco a poco, quilómetro tras quilómetro, de que todo iba bien. Que sólo había dado rienda suelta a la imaginación, quizá entre las ensoñaciones matutinas de la lectura freudiana. Que todos los presentes estaban tan tranquilos por la perfecta temperatura que les envolvía, y quizá también por el agradable olor a algún tipo de asador que acababan de dejar atrás. La vida era maravillosa.
Al fin llegaron a la parada y uno a uno se fueron levantando para continuar con sus vidas en la ciudad. Fue el último pasajero el que se dio cuenta de unas extrañas manchas oscuras que desde los asientos hasta la puerta se extendían por el suelo del autobús. Las siguió con la mirada mientras avanzaba hacia la salida, por curiosidad. No todas eran recientes, las menos secas conservaban un color rojizo. Desconcertante fue el descubrimiento de unos pequeños fragmentos medio deshechos adheridos a las paredes del autobús, al metal de la calefacción junto a los asientos. Algunos aún burbujeaban dejando tras de sí un pequeño hilo de humo, desprendiendo un olor repugnántemente apetecible.
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