viernes, 18 de diciembre de 2015

¿Qué ves?

Red Geometry (Angie Harms)


Te veo
en los colores planos,
las líneas negras, impenetrables,
en la geometría rota.

Te veo
porque detrás de las horas
ríes, desgarras, lloras, 
follas.

Te veo
en las secuencias,
ésas que nunca escucho
pero suenan irremediablemente
a altas horas.

Te veo,
pero no te veo.


lunes, 16 de noviembre de 2015

Caer, sangrar, llorar y fallar

Llevo toda la vida huyendo.

Me recuerdo de pequeña y ya evitaba todo lo que me pudiera causar dolor. No jugaba en el patio porque caerme, golpearme con otro niño u objeto que pudiera lastimarme me daba terror. Estudiaba mucho para no ver notas más bajas que los demás, no sentirme inferior ni menos capaz que nadie. No soportaba fallar, y estando sola nadie podía remarcarlo.

Al crecer no cambiaron mucho las cosas. De adolescente no me gustaba abrirme a la gente, simplemente porque no quería darle armas con las que pudieran hacerme daño más adelante. No confiaba del todo en nadie porque veía peligro potencial en todo. Creé una máscara y la pegué a mi piel, quise que se confundieran a pesar de que notaba cada día quién estaba debajo. Aprendí nuevas formas de huir, potentes. Perder la conciencia de la realidad era la prioridad. Negar la piel que subyacía, olvidarla.

Aún así me caí, sangré, lloré, me sentí inferior y fallé.

Luego encontré personas que dolieron por accidente. Entonces la máscara se hizo más fuerte, les sonreí y fingí que no pasaba nada. Llegué a creer que no pasaba nada. Porque mientras uno huye se siente bien, liberado y feliz, parece que el dolor se queda lejos. La realidad es que no podemos huir toda la vida, y cuando paramos para descansar descansar, agotados, y miramos hacia atrás vemos que el dolor sigue en el maldito mismo sitio.

Supongo que era en ese momento cuando corría más rápido, sin mirar atrás, sin mirar hacia ninguna parte. Corría lejos para que el dolor no volviera a cogerme. Lejos de todos y de mí, donde no existía la realidad ni el tiempo ni las voces de nadie.

Hace apenas unos meses que dejé de huir de verdad. Y tengo que decir que la vida duele, es injusta, cabrea, desgarra, molesta y maltrata. Después de tanto tiempo al principio se hace insoportable quedarse en el sitio, con el dolor, sin huir. Sabes que si te quedas ahí el dolor no se irá como siempre y quieres, más bien necesitas, volver a correr. Las ideas obsesivas se vuelven parte de ti. Pero esta vez has decidido quedarte.

La estúpida droga de huir...

Primero luchas contra el dolor. Le insultas, golpeas, escupes y maldices a toda la creación por hacer que exista algo tan inútil y horrible como eso. Sufres la ira como parte de ti hasta que miras al dolor a los ojos y te ves ridícula y minúscula. Patética. Te sientas en el suelo y lloras días, semanas, meses. Dejas de vivir mientras el dolor sigue ahí de pie, a tu lado e inmutable.

Vencida, quizá acurrucada en el suelo, empiezas a mirarlo. "Va a permanecer", suspiras.  Te sientes extraña, apaciguada de alguna forma por cada detalle que descubres en él. Te das cuenta de que nunca antes te habías fijado en sus detalles, más bien curvos y suaves. "Qué raro...". Le sonríes vagamente y piensas que quizá la imagen mental que tenías de él era equivocada, quizá podrías quedarte un poco más y abandonar los prejuicios. Conocerlo.

El dolor no es agradable, no opina lo mismo que nosotros casi nunca. Es una compañía difícil pero parte de nosotros, y sin él no aprenderíamos a alejarnos de lo malo, no sabíamos buscar alternativas a lo que no nos gusta, ni sabríamos bien como querer a nadie (porque no entenderíamos su dolor). Cuando me di cuenta de esto, se me empezó a hacer más fácil aceptarlo. También quitarme la máscara y ver quién soy, decidir mi vida y querer a los demás.

No me hace falta huir nunca más.

Por eso ahora acepto caer, sangrar, llorar y fallar.


PD. Sí, sigue doliendo.


lunes, 20 de julio de 2015

Confesiones de una protopsicóloga

Psicólogos.

Deberíamos ser perfectos. O eso piensa la mayoría.
Fuertes, felices, resistentes, decididos, sin miedo, sin errores. Si nosotros tropezamos ¿qué será del mundo? ¿Qué podría hacer entonces la gente “normal” con sus problemas? ¿Cómo les ayudaremos?

Deberíamos ser DIOSES.

Pero no, lo cierto es que lloramos, gritamos y pataleamos, y también la cagamos. Mucho. Muchísimo a veces. Somos eso que tanto miedo nos da a todos, pero que nosotros no deberíamos bajo ninguna circunstancia. Porque sí, también tenemos mucho miedo a veces. Somos humanos. Y nos escondemos bajo las sábanas, en la penumbra de la autoimpuesta soledad, e incluso en mentiras. Nos hemos mentido cientos de veces, además de que algunas nos las hemos creído más que otras. Lo siento, pero también hemos hecho mal las cosas y hemos hecho daño a personas. Personas como vosotros, a los que se supone que deberíamos salvar. Somos asquerosamente humanos.

A veces nos torturamos hasta que perdemos la noción de nosotros mismos, y lanzamos la realidad por la ventana esperando que le pase un coche rápido por encima y la remate. Por favor. Os lo juro, darse cuenta de que no eres el dios que todo el mundo espera es… Y caemos. Bajo, muy bajo y más bajo. Nos preguntamos entonces quién es el que nos ayuda a nosotros, mientras seguimos descendiendo escalones. "Fracasados..."

Y no nos damos cuenta de lo más absurdamente obvio, de que son escaleras. Lo sabíamos ya, se lo enseñamos a la gente que está abajo, en medio y en el borde del primer escalón. ¿Cómo hemos podido olvidarlo? ¿Cómo es tan duro subirlas de nuevo? Lo intentamos, y por cada dos, tres, cuatro… bajamos otra. En los manuales no se aprende ¿verdad? Sabíamos que costaba pero ahora cuesta de verdad. Aun así.

Aun así, maldita sea, seguimos luchando. Buscamos recursos que nos parecían fáciles de dar pero ahora son un reto. Rectifico: EL RETO. Vemos la ironía. Pero quizá al final sea eso, quizá no tengamos que ser dioses. Igual siendo humanos podamos hacer algo. Quizá… es que no tenemos que rendirnos.



lunes, 7 de julio de 2014

Dejar de huir

Busca en su bolso y saca con precisión el tabaco. Casi sin mirar se lía el cigarro y lo enciende para llevárselo a los labios, tranquilamente. 

— ¿Quieres uno? Me cuesta un momento...


— No, gracias.


La calada, suave pero profunda. Reconfortante. Luego deja que el humo se escape a través de sus labios, hipnóticamente. 


¿Por dónde iba....? — vuelve al hilo de la conversación prototípicamente, como en una película antigua, no le sorprende — ...una vez más estaban sentados uno al lado del otro, sin explicación ninguna. El azar había decidido jugar un rato más con aquellos dos cuerpos conocidos, y quiénes eran ellos para cuestionarlo. Después de tanto tiempo... No era tanto, y lo sabía. Como lo sabía la complicidad en los ojos de ambos.

Allí, en aquella cafetería, el tercero seguía hablando por los codos de sus ideas, sus puntos de vista, su entusiasmo por crear algo nuevo. Atendían sus deberes con desgana bien fingida, pero robada por la impaciencia de empezar las jornadas de trabajo. Y digo "las" por la inestabilidad que tanto les caracterizaba. Jornadas que sólo tenían una cosa en común, nada de horarios o fechas, sólo ellos en una misma habitación. 

— Suena fácil.


— Parecía fácil. Pero ya se sabe, todo lo que parece fácil es igual de traidor. Y la facilidad les traicionó a velocidad del vértigo que sentían al cruzar las miradas, o quizá no tanto. La inocencia de la amistad duró una noche y media. No más. ¿Y luego qué? Lo inevitable.


Quieres decir...


— Sin querer si quiera creerlo sucedía a una velocidad inimaginable. En las primeras horas ya sobraron las palabras, aprendieron sus respectivos lenguajes, todos. Un gesto y las ideas fluían de una cabeza a la otra como si estuvieran conectadas a tiempo real, ya sabes. Lo que les habían mandado no era un trabajo rápido, pero lo optimizaban de una manera increíble con su fluir de ideas que iban y venían sin parar. Sólo hasta que llegaba una sonrisa, un roce con la mano, los ánimos, la tristeza. ¿Cómo evitarlo?


— ¿No es un poco contradictorio? Quiero decir... no parece algo malo.


— Al principio no, pero el mundo real se estaba disipando en las pantallas de ordenador, en aquella habitación cutre llena de humo y gente aleatoria y desconocida que no hacía más que entrar y salir. También las emociones, confusas, alegres, melancólicas, dispersas, se iban enredando en un ovillo casi grotesco. Y de repente, en unos días pasaron a estar delante de otras pantallas, más grandes, más pequeñas, propias, ajenas, abandonándose a otros mundos detrás de las mismas, cuanto más surrealistas mejor. Lejos. Muy lejos.


— Estaban huyendo  repitió las palabras que aterrizaron en su cabeza al instante, casi sin darse cuenta, encontrando un poco más de sentido a la historia.


— Exacto. En realidad nunca supieron responder de qué querían alejarse. Quizá de su vida, de sus pensamientos, de las ideas, el pasado o el futuro, el presente, ellos mismos... Tantas cosas de las que huir. Pero ahí se quedaron, el uno al lado del otro, huyendo sin moverse, doliéndose porque alejarse significaba dejar de huir, pero permanecer allí y no poder ser... oh, eso sí que los destrozaba. Y tenían miedo, claro que lo tenían. Tenían tanto miedo que necesitaron huir más, dolerse hasta que no pudieran aguantarlo y tuvieran que llorar de rabia, de pena e impotencia.


— ¿Y no podían hacer nada? ¿Ayudarse mutuamente de alguna forma? Porque se importaban... Eso puedo verlo.


— Simplemente se torturaron hasta tal punto que los abrazos e incluso los roces fueron insoportables sobre la piel magullada, incluso las miradas que anticipaban el contacto con los cardenales, el deseo de doler. Imposible. - Expulsa el humo de nuevo, como en un pesado suspiro. Y repite — Imposible...


Su mirada está ahora perdida, recordando quizá. A pesar de tener un esbozo de sonrisa, sus ojos brillantes aguantan otro sentimiento muy contrario. No quiere interrumpir, pero el final 

de la historia es casi una necesidad en su cabeza...


 ¿Qué ocurrió entonces? Pregunta avergonzado, intentando ocultar su impaciencia por escuchar el resto de historia.


Ella vuelve a mirarle, con esos ojos, y le dedica una extraña sonrisa llena de ironía y de tristeza...


— Llegó el momento, sin más, sin planes ni despedidas. Nada de final de cuento. — Apaga lo poco que queda de su cigarrillo y su mirada se torna dulce por un momento entre recuerdos  

Tuvimos que dejar de huir.


jueves, 24 de octubre de 2013

Aislada (minutos de autobiografía in situ)


¿Sabéis? Ya me he acostumbrado a protagonizar esas frases en las que estoy distante, extraña, ausente, cínica, diferente, rancia, aburrida, rara, sociópata… Y puedo seguir, las conocéis, las habréis pensado quizá (o alguna de ellas). No os odio. Ni siquiera me he olvidado de vosotros. Me seguís doliendo igual que siempre. Os… amo. Mi problema nunca fue con vosotros, quizá sí conmigo… Pero, sea como sea, necesito estar fuera. No como cuando necesitas tomar el aire, no. Más bien como cuando necesitas vivir lejos, apartada de todo porque has dejado de creer en lo que más te importa (y encima siempre te rodea, inevitablemente).
                                                      Aislarse

Y aunque necesite vivir en una burbuja para poder pensar sobre ello, aunque tenga que tapar cada rendija que me comunique con lo existente… debo volver una y otra vez y luchar por ello como si no supiera la verdad. Se lo debo porque es mi razón de vivir. Y no hablo de ninguna persona en particular, sino esa humanidad en cada uno de nosotros. Todos.

Esa asquerosa e increíble humanidad

Quizá no os haya transmitido nada con estas palabras, o quizá creáis que es algo más grave de lo que parecía y se me ha ido la cabeza finalmente, pero al menos cada vez que volváis a pensar cualquier cosa al verme actuar, hablar, salir huyendo… recordad que llevo una lucha con el odio a lo que amo, con el amor a lo que odio, y la empatía...


(Foto de Andrey Dubinin)

domingo, 20 de octubre de 2013

Burbujas olvidadas


Dicen que la libertad duele...
Ella nunca había entendido bien esas palabras. Siempre había ansiado la libertad por encima de todo, la perseguía de una forma casi romántica.  
En un mundo donde importaban más las superficiales estupideces que la humanidad había elegido torpemente. En un mundo que parecía haberse vuelto loco.
Era su mundo también, el lugar dónde había crecido y que le había enseñado a vivir día a día. Pero se empezaba a dar cuenta de que estaba dotado de una falsa libertad. Una palabra tan grande no podía solucionarse con un remedio tan pequeño, era simplemente ilógico siquiera pensarlo. Y digo solucionarse, sí, porque la libertad empezaba a ser un problema. El mayor problema con el que se podía topar uno si lograba encontrarle significado.
Y justamente fue Eleuthera la que lo encontró...

Era un día oscuro, de esos en los que son las nubes grises las que reinan el cielo con una monocromía majestuosa, amenazantes con hilos de lágrimas desde las alturas. Como siempre, nada había impedido que Eleuthera saliera a despejar su mente y apartar su cuerpo del bullicio del contexto, adentrándose en los rincones más inexplorados de su preciada playa. El día ciertamente acompañaba sus grises reflexiones, llenas de frustración y desesperanza por no entender ese mundo suyo en el que le tocaba vivir.
Simplemente era absurdo...
Las olas rompían contra las rocas con impiedad al igual que los pensamientos contra su propio cuerpo, que soportaba como podía los duros golpes diarios, en silencio. No quería todo aquello, hubiera deseado ser “normal” como el resto de personas que conocía. Dejar de preocuparse al menos un instante por todo aquello irracional, metafísico, y pensar en lo mucho que desearía unos zapatos de tal color o las pocas ganas de trabajar que tendría al día siguiente... Era injusto que sólo ella sumergiera su mirada en el mar cada tarde, muriendo un poco más al sentir hasta la más mínima brisa acariciando sus cabellos.
Se preguntó si los demás también sentirían algo, si eran capaces de algo más que la envidia que les corrompía, que el egoísmo que los destruía, algo más que lo impuesto, que su falsa libertad.

Y es que creían volar cuando tenían sus cabezas enjauladas en celdas de asfixia transparente, cuando tenían sus alas atadas por las cuerdas de los titiriteros anónimos. Y eso no era libertad.

Fue entonces cuando se dio cuenta de su significado. Se dio cuenta de el porqué de su dolor. Ella había dejado libre su mente, sin intención había liberado su cuerpo en aquella playa. Ya no quería volver a la ciudad, ni a su mundo. No pertenecía a ellos. La libertad había traído con ella una soledad tan profunda que nunca podría llenarse con nada conocido. Nada real.

Lo comprendió.

Y lloró.

Lloró hasta que sus lágrimas se fundieron con las olas del mar. Hasta que su vida se perdió entre las mareas, hasta que su libertad se ahogó en el reflejo de un cielo de gris infinito...

(Fotografía por Laura Kok)

martes, 20 de noviembre de 2012

Sin rumbo

Llórame despacio, llórame. Que mientras escribo directamente y sin papel pierdo tantas miradas...
Tú te alejas y mientras llegan y se van, vuelvo a deambular entre las calles estrechas que habitan de reojo en las fotos a color.
No me digas que no te acuerdas. No me digas nada.
Vivamos, me prometí hace tanto. Sólo vida alrededor, sólo andar y caminar, correr en contra de la brisa y el viento y huracanes que intenten contraponerse. Vuela alto ni demasiado, no mires abajo.
No mires.
No.
¿Lloras?
Hace tiempo que tu fantasma deambula entre nosotros, tan hermoso como el primer día, su piel de porcelana... Ni sus lágrimas ni sus caricias se desvanecen. Has decidido formar parte de nada, y aún así lo sientes todo, condenada.
¡Condenada!
¿Dónde está el mundo al cual perteneces?
Sonríe mirando el fondo de un alma como la que cargas. Aguanta la tristeza, que no te hace guapa. Vive como nunca y avanza. Regala esa alegría que no te hace falta. No es para ti. No para el mundo en el que vives. No te despidas. Repite. No te despidas.

No te hace falta...